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¿Se es terapeuta o se trabaja como terapeuta?

El camino del terapeuta es un camino solitario.

La terapia es cosa de dos, eso está claro. El cliente tiene que ser activo en su proceso, sólo él conoce sus respuestas más sabias y sólo él puede realmente atravesar el proceso necesario. El terapeuta acompaña mientras nadie le acompaña a él. Bien se sabe que es necesaria la supervisión de casos en esta profesión, pero in-situ estás completamente solo. Me retiro de mí mismo, sin perder mi presencia, en favor de un otro. A menudo es la vida del solitario acompañando en su desamparo, en el encierro con sus nostalgias. ¡qué contradicción! Es una caja de resonancia que debo poner al servicio del cliente, y si lo que resuena me toca personalmente, tengo que poderlo sostener para poder estar por el otro y averiguar cómo lo vive.

Que el terapeuta sepa lo que le conviene a la persona no sirve de nada. Bueno, sí, puede ser una guía pero nunca el camino. El terapeuta debe descubrirse y descubrir al cliente con la capacidad de sorprenderse constantemente, y aunque suene muy romántico, no es tarea fácil. Bien sabemos que todos juzgamos, todos creemos en momentos saber qué es lo que le puede ir mejor al otro, todos creemos, muy a menudo, tener la razón y la razón no es terapéutica y pocas veces es amorosa.

Ser terapeuta significa mostrarse y para eso primero tengo que poder verme

Verme en mi totalidad, ver la propia mediocridad, y lo vanidoso e ignorante que puedo llegar a ser. Porque para el viaje del otro todos somos ignorantes. Cada uno lleva su propio calzado y amalgama sus recuerdos, sus acciones, sus emociones creando una experiencia singular y esta jamás es igual a la de uno mismo. Vivir algo parecido no es vivir lo mismo y a veces es muy fácil perderse en esta falacia, consecuentemente es muy fácil perder el respeto hacia el proceso del otro y hacia su persona.

Ser terapeuta no es jugar a los dados, no es lo mismo que regar plantas y no es imponer un camino para que el otro esté mejor; esto es arrogancia. Ser terapeuta es un modo de estar, de acompañar. De estar lo más presente posible contigo mismo y a la vez olvidarte de ti. No puedes ser nunca el protagonista de la historia, siempre eres un actor secundario en un segundo plano, un fondo que está ahí como sostén para el otro. Lo importante es el otro y todas sus experiencias que no pudo atravesar ni asimilar.

Ser terapeuta no es tarea fácil.

Es trabajar desde lo sutil, lo que no puede ser nombrado, lo que necesita ser atendido y nadie puede sostener. Es entrar en el terreno de lo sagrado, sí lo sagrado. En terapia se mezclan el presente, el pasado y el futuro de la persona. Poca broma, ser terapeuta es serio y hay poco margen de error. La delicadeza necesaria solo se puede comprender des del amor. Y el amor es grande, muy grande, lo abarca todo en la relación, pero es necesario también verlo pequeño: el amor crece en los detalles, en lo suave, en un asentir y en la capacidad de negar. El amor está en cada pequeño gesto, en una mirada, en un suspiro, en una caricia, en un impulso y se puede perder en un hábito tan sencillo como mirar el reloj.

Es importante conocerse bien como terapeuta, y como persona, para poder ejercer.

A la vez este es un recorrido que no acaba nunca, es siempre tarea inacabada e inacabable. Somos seres en proceso, cambiantes, prácticamente indefinibles. Así el cliente también lo es. Y es vital dejarle ser, tal y como es en el hoy: un ser cambiante. Comprender que somos un proceso dentro de un proceso más grande.
Entonces el terapeuta tiene que tener memoria para recordar las historias y anécdotas que explica la persona, a la par que debe recordar el recorrido y el proceso de la misma para fortalecer el vínculo; y de un modo casi contradictorio es necesario que sea capaz de olvidarlo, dejarlo a un lado para poder observar y reconocer al cliente en el hoy sin tintarlo de cosas que fueron y ya no son, para poder dejarlo libre y que se sienta digno de ser como es en este hoy.

 

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